EL PELIGROSO POSIBILISMO DE FRANÇOIS HOLLANDE
Francia en la cuerda floja
El gobierno de François Hollande, que ganó las presidenciales en mayo de 2012 y un mes después obtuvo mayoría absoluta en las legislativas, se debate hoy entre su propia impotencia, la renovada fortaleza de una derecha que hace apenas un año estaba derrotada y desorientada, y el avance del Frente Nacional, incluso entre los votantes socialistas. Aunque no puede desdeñarse la magnitud del legado de Sarkozy en la actual crisis, dice el autor de esta nota, la falta de audacia política del presidente francés para rectificar el rumbo está profundizando el descontento social, al tiempo que aumentan el desempleo y el deterioro de los ingresos y las condiciones laborales de los trabajadores.
En vísperas de su primer aniversario, en mayo próximo, el gobierno de François Hollande aparece como suspendido sobre una cuerda floja. En el circo de la vida social y política, en estos casos, el funambulista está obligado a hacer malabarismos para mantener el equilibrio y no precipitarse en el vacío. Es el caso del presidente Hollande. Como es sabido, éste asumió el poder sin ese “estado de gracia” basado en un consenso mayoritario y sólido. Los votos que obtuvo fueron antes manifestación de asqueado descontento con Sarkozy, que testimonio de esperanza en algún cambio social. Puede decirse que fue un voto mayoritario por la negativa, lo que no le quita su importancia...
Vale recordar algunos datos. Hollande obtuvo, en la final que lo consagró presidente (6 de mayo de 2012) el 51,64% de los votos, contra 48,36% de Sarkozy. La abstención fue de cerca de 20%: 9 millones de electores que no votaron, a los que hay que agregar 2 millones de votos blancos o nulos. La victoria de Hollande fue incontestable, pero con una escasa diferencia a su favor, a la cual —conviene destacar— contribuyó el 11,6% del Frente de Izquierda de Jean-Luc Mélenchon (4 millones de votos). Otro dato significativo fue la progresión de la extrema derecha. El Frente Nacional de Marine Le Pen recogió, en la primera vuelta, casi 18% de votos (más de 6 millones de votos). El FN, extrema derecha nacionalista, xenófobo y racista, pasó a ocupar la tercera posición en el escenario político del país. En la vieja “douce France” el panorama se enturbió. El discurso del “lepenismo” había logrado un impacto duradero en un sector importante de la población. Además, su acrecida influencia sobre la derecha tradicional se hizo evidente.
En todo caso, Hollande ganó la presidencia, victoria seguida por la obtenida en las elecciones legislativas de junio 2012. El PS y sus aliados (Europa-Ecología y Radicales de Izquierda) obtuvieron entonces una mayoría absoluta: 289 diputados sobre los 577 que componen la Asamblea Nacional. El PS disponía así de una fuerza institucional incontestable: mayoría en la cámara de diputados, pero también mayoría en el Senado (por primera vez en la historia de la Va República). Tenía, además, el control de casi todas las regiones y departamentos. La derecha “sarkozysta”, en cambio, aparecía “sobre la lona” como un boxeador noqueado. El “yo abandono la política” de Sarkozy fue elocuente.
Sin embargo, menos de un año después, todos los indicadores coinciden en que la mayoría de la “izquierda” socialista no se corresponde con la del cuerpo social. El desplome de la confianza en Hollande es espectacular. Su popularidad cayó de 55% en junio-julio 2012 al 30% actual, según todas encuestas. La opinión pública manifiesta una actitud de descrédito, pérdida de confianza, cuando no de franca oposición a la gestión gubernamental.
La frontera entre izquierda y derecha aparece desdibujada para buena parte de los ciudadanos, en particular en las capas populares (obreros, empleados, desocupados), así como en la juventud. Eso suena como una fuerte señal de alarma.
Sería injusto cargar exclusivamente sobre Hollande todo el fardo de esta situación. La herencia del quinquenio de Sarkozy desempeña un papel de primer orden. El gobierno de Hollande recibió un país en un estado lamentable, con todos los indicadores económicos y sociales en rojo. A lo cual hay que agregar las consecuencias de la profunda crisis capitalista. Pero nada obedece a un imperativo insoslayable, fatal, a ese “Europa así lo quiere” tan frecuente para justificar todo tipo de capitulación. Pues la economía, como se sabe, es siempre “economía política”. En otros términos, una relación de fuerzas sociales y de proyectos enfrentados donde la elección y el peso de las opciones políticas son siempre fundamentales.
En ese sentido, la Europa neoliberal desde el Tratado de Maastricht (1992) hasta el Tratado de Lisboa (2007) resultó una opción estratégica cuyas consecuencias eran previsibles. Al aceptar el marco de la Unión Europea, la socialdemocracia —con honrosas excepciones— culminó el abandono definitivo del reformismo para adherir al social-liberalismo. Se convirtió incluso en un abnegado pilar de las contrarreformas neoliberales. Desde luego, el núcleo dirigente del PS —Hollande entre ellos: diez años primer secretario del partido— se embarcó tontilocamente en lo que aparece ahora como un naufragio anunciado.
La historia había comenzado, recordemos, mucho antes. Si alguien quiere ponerle fecha, hasta podría decirse que tiene 30 años: 1983, cuando el primer gobierno de François Mitterrand abandonó el programa de la Unión de la Izquierda que lo había llevado al poder en 1981. Se dieron los primeros pasos de la política de “austeridad y rigor”. No se trató, ni entonces ni ahora, de un asunto de traidores o leales, de buenos o malos. Ya se sabe que las brujas no existen, aunque la sabiduría popular sospecha que “haberlas, haylas”: se trata simplemente de la antigua —y siempre presente— lucha de clases, bajo las formas que a cada época corresponden.
Cuando Sarkozy fue elegido presidente, en 2007, la Francia conservadora y reaccionaria —capaz, empero, de adecuarse a las nuevas situaciones— encontró su instrumento adecuado. El “sarkozysmo”, valga la metáfora, creó al personaje. Quizá pasó desapercibido que detrás de sus estridencias y escapadas, frecuentemente grotescas, Sarkozy puso en ejecución una política de transformación real del “modelo francés” con una audacia y tenacidad sin límites. Contó con el sostén y se puso al servicio incondicional del gran capital.
En resumen, puso en marcha una estrategia destinada a desmantelar, destruir y triturar al Estado Social de Bienestar. El objetivo proclamado fue enterrar el Programa surgido del Consejo Nacional de la Resistencia de 1945, así como, en otro plano, “terminar con la ideología del 68”. En otros términos, la privatización de la economía, un programa de rigor y de austeridad (“sanear la economía”), desmantelar el sector público, la Seguridad Social, la salud pública, la educación nacional, la red de transporte, aumentar la jornada de trabajo, disminuir los salarios, contrarreformar el Código del Trabajo, etc. Para eso había que debilitar los sindicatos, en aplicación lisa y llana de la política propuesta por el Medef, la poderosa organización de la patronal francesa. En buena medida, esos objetivos fueron obtenidos.
El gobierno de Hollande parece inscribirse en la continuidad. Se puede convenir en que ni los objetivos, ni los propósitos son los mismos. Pero cubiertos con el velo justificador de “es la crisis” y “no se puede hacer otra cosa”, los hechos recuerdan tercamente la realidad. A poco menos de un año de ejercer el poder, con el casi monopolio político de las instituciones, con una derecha dividida, desmoralizada, y que carece también de proyecto alternativo, el gobierno PS se muestra incapaz de ofrecer una alternativa respondiendo a las mínimas aspiraciones de buena parte de los que lo votaron. Aparece, en cambio, como un gobierno sin brújula, sometido al diktat de Angela Merkel, mirando el vacío bajo sus pies. La aventura bélica en Malí no altera ni mejora esta imagen, aunque sea esa otra cuestión.
La terrible crisis que se abate sobre Grecia, España, Portugal, Italia, Irlanda, y más recientemente, la pequeña isla de Chipre, aún no ha cobrado en Francia la misma dimensión. Pero es un espectro que flota en el aire. Se reconoce que el límite del 3% de déficit presupuestario —una absurda imposición de Bruselas— ha sido rebasado. El gobierno reconoce el 3,7%, con un crecimiento negativo. Para peor, el Insee (Instituto Nacional de Estadísticas y Estudios Económicos) constata una caída del poder adquisitivo, por primera vez negativo en muchos años. La estructura económica y social del país, bastante sólida, ha permitido hasta ahora seguir a flote, pero los impactos de la ola devastadora de la crisis se hacen sentir.
El Insee señala que en el mes de febrero la desocupación llegó a casi 3.200.000 (10,8% de la población activa), con aumento de casi 40 mil desocupados en lo que va de año. Este dato corresponde a los desocupados que no tienen trabajo desde hace tres meses y siguen buscando, o sea, cuantifica aquellos inscriptos en el Polo Empleo (organismo público encargado del empleo). Pero si se tiene en cuenta los desocupados que trabajan precariamente, o aquellos que, perdida toda esperanza ya ni siquiera se desplazan para inscribirse, la cifra puede llegar a 5 millones. Por otra parte, en la juventud, y en particular entre los sectores más pobres, los que viven marginados en los suburbios, la desocupación se calcula entre el 30 y 50%. No hay que extrañarse, pues, de que la tensión social aumente. Al contrario, corresponde preguntarse, más bien, cómo es posible todavía que pueda contenerse un estallido social.
Entre tanto, el cierre de empresas, fábricas y fuentes de trabajo continúa en forma inexorable. La siderurgia de ArcelorMittal de Florange, Lorena, cierra el último alto horno integrado de producción de acero. Una propuesta de nacionalización creó un conflicto en el seno mismo del gobierno, que finalmente capituló. La lucha de sus trabajadores, durante meses, terminó en un fracaso, como en muchos otros casos. Renault, por ejemplo, mantiene sus plantas en Francia, a condición de imponer a los sindicatos un chantaje brutal: la congelación de salarios y el aumento de horas de trabajo. El gobierno de Hollande no ha hecho nada, salvo algunas tentativas vanas de negociación, para frenar esta devastación económica y social. No es casual, pues, que la rabia se acumule entre los trabajadores y sectores populares, aun aquellos que votaron por Hollande.
En este contexto, no resulta extraño que un perfume desagradable se haga sentir, evocando aquel, tan amargo, que hizo estragos en los años 30 del siglo pasado. El nefasto “son todos iguales” gana terreno, en una sociedad desesperanzada, agobiada, atomizada, apabullada. La derecha tradicional —el “sarkozysmo”, en particular— contribuyó a enterrar buena parte de los mejores valores de la República francesa. Basta recordar el falaz debate sobre “la identidad nacional”, la demonización de la inmigración, el ataque frontal contra la laicidad, la exaltación del individualismo, el alineamiento atlantista de quien se autoproclamó sin pudor “Sarkozy, el Americano”.
El actual gobierno no ha mejorado esta imagen. Su política social privilegia también el “orden”, cediendo al espantapájaros de la “seguridad”, en lugar de poner en primer plano la igualdad y la fraternidad, y ni siquiera ha sido capaz de mantener, al menos, una de sus promesas: el voto para los extranjeros residentes en las elecciones municipales. Y cuando avanza una medida progresista, como el proyecto de ley sobre la igualdad de géneros —“casamiento para todos”— se levanta contra una hostil marea reaccionaria. ¿No había afirmado Sarkozy que el cura o el pastor eran superiores al maestro, reivindicando la “cristiandad” de Francia?
En este clima social y político el resultado reciente en la elección legislativa parcial en el departamento de la Oise (región de Picardía, al norte de Paris), puede contener algunos indicadores de una tendencia más general. Con la distancia y la especificidad concreta del lugar, conviene prestarle atención. Puede ser, quizá, una especie de barómetro social, en particular cuando se aproximan las elecciones municipales, en 2014, antes de las europeas.
En la Oise logró imponerse el candidato de la UMP (Unión por un Movimiento Popular, fuerza de centroderecha que lideraba Sarkozy) con 51,41% de votos (13.958) seguido con un 48,6% (13.190) por el Frente Nacional. La candidata del PS había sido despachada ya en la primera vuelta, en la que obtuvo un 21% de votos. Dato significativo, 40% de los electores socialistas en la primera vuelta votaron luego por el FN. La abstención, por otra parte, representó el 64,70% de los electores. Cualquiera sea el análisis que pueda hacerse, el resultado obtenido por el FN, así como el nivel de abstención, son datos significativos. En el contexto de una derechización de la sociedad francesa, el partido de Marine Le Pen se consolida y gana terreno. Minimizar este hecho, me parece, sería un grave error. Hay que agregar la “lepenización” de buena parte de la UMP. Su actual presidente, Jean-François Copé, no ha vacilado en asumir lo que él llama una “derecha sin complejos”, o sea eventuales alianzas con el FN, aceptado como “un partido como los otros”. La derecha republicana tradicional juega con el fuego. Ahí reside un peligro muy real. Es un viento que sopla fuerte, capaz incluso de desequilibrar al más experto funambulista, sobre todo si persiste en la cuerda floja.
A la izquierda, no queda más que el Front de Gauche, y los sindicatos, capaces todavía con su poder de convocatoria de movilizar socialmente. La decisión de la CGT, Solidarios y Fuerza Obrera (FO), de convocar manifestaciones en abril en defensa del Código del Trabajo y contra el Acuerdo Nacional Interprofesional (ANI) patrocinado por el Medef (organización patronal francesa) —y aceptado por la CFDT (una de las centrales sindicales)— puede ser un nuevo punto de partida contra la ofensiva violenta y despiadada del capitalismo. Si se aprueba el ANI, como es el propósito del gobierno, a pesar de reticencias que se manifiestan en el PS, queda abierta la puerta al despido arbitrario. El entierro del Código del Trabajo, una de las prioridades del Medef, está a punto de concretarse. Lo que sería una derrota histórica. Así, una tras de otra, siguen cayendo sistemáticamente conquistas sociales logradas por más de un siglo de luchas obreras, por generaciones enteras de explotados.
La intervención televisiva de Hollande el pasado jueves 28 ha sido de una banalidad espectacular. Se limitó a cargar los efectos de la crisis sobre la herencia recibida, reconoció que sus consecuencias son “peores de lo previsto”, para justificar que nada se puede hacer. Con aire solemne, el “presidente normal” concluyó con una vaga promesa de salir de la crisis en los próximos dos años... Se puede descontar que, en el resultado de las próximas encuestas de opinión, el desplome de la popularidad de presidente seguirá su curso.
El Frente de Izquierda y todas las organizaciones progresistas se enfrentan a un desafío mayor. El fracaso anunciado del PS, la derechización de la derecha tradicional, el afianzamiento del FN, así como el avance de la abstención, son terreno propicio para que germinen las fuerzas más obscuramente retrógradas. Este próximo mayo es un nuevo aniversario de la Comuna de París. Vale como nunca, en estos tiempos tenebrosos, el recuerdo de aquellas jornadas históricas. La tradición de la República Social todavía persiste, tercamente. Es el mejor y quizás el único antídoto contra los nuevos Versalleses.
Hugo Moreno. París, 29 de marzo de 2013.
Hugo Moreno es miembro del Comité de Redacción de SinPermiso.
Publicado en el sitio web de SinPermiso, el 31/3/13.
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