CLASE MEDIA Y KIRCHNERISMO
Entre el estereotipo y la conciencia
Mientras algunas fracciones de los sectores medios se sienten cómodas en el molde opositor delineado por los medios hegemónicos, otras alimentan una renovada militancia que recupera mejores tradiciones de compromiso político y social.
Los caceroleros no tienen un programa político que los unifique, más allá de reclamos abstractos o estrechamente sectoriales.
Foto: Télam
El sociólogo y periodista brasileño André Singer, autor entre otros libros de Os sentidos do lulismo: reforma gradual e pacto conservador, afirma que “hay un fenómeno particular en el realineamiento causado por las transformaciones producidas por el gobierno de Lula: la clase media tradicional se cerró en bloque contra las políticas sociales promovidas por el lulismo”. Y añade que, “en términos de clase propiamente, no hay duda de que ese segmento tiene una propensión conservadora por razones materiales: se trata de una parcela dentro de una sociedad muy desigual como la brasileña, que tiene privilegios y que, por tanto, tiene motivos para mantener una situación que la beneficia.” Singer describe a este fenómeno como neoconservadurismo y dice que se caracteriza por una reacción virulenta frente a la ascensión de otros estratos sociales que antes estaban sumergidos en el subconsumo y la pobreza. Esa reacción se manifiesta, por ejemplo, ante la presencia de personas de ingresos más bajos en los aeropuertos y otros espacios que eran exclusivos de las clases pudientes. También enfurece a la clase media tradicional brasileña un efecto indirecto sobre el empleo doméstico de la elevación de los salarios y el aumento de los subsidios sociales, que se manifiesta en la tendencia creciente de los trabajadores menos calificados a optar por otros trabajos con mayor salario y mejores condiciones laborales.
Singer señala que, incluso, una parte de los sectores que bajo el lulismo superaron la línea de pobreza ahora rechaza la incorporación de nuevas camadas al consumo masivo porque “temen que si sube demasiada gente el barco se hundirá”, esto es, no habrá renta para todos. En palabras del autor, “es como si esas personas se ‘desolidarizaran’ de aquellas que todavía necesitan de una transferencia de renta, compartiendo la impresión de que el proceso de ascensión social depende del esfuerzo individual y no de políticas colectivas”.
Dejando de lado las particularidades de la estructura de clases de la sociedad brasileña, el paisaje que pinta Singer se repite en varios países donde se aplican programas reformistas que han mejorado sustancialmente las condiciones de vida y de trabajo de su gente. Así, existen fracciones de lo que genéricamente se denominan sectores medios que en la Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Uruguay y Venezuela, entre otros países, son un ariete de los grandes grupos de poder que resisten tenazmente esos cambios, incluso en los límites del sistema democrático en la medida en que no alcanzan a constituirse alternativas políticas que los representen electoralmente.
Como se ha observado ya, a propósito de los cacerolazos de noviembre pasado, no hay tampoco un programa político que los unifique más allá de reclamos abstractos y de reivindicaciones estrechamente sectoriales, muchas de las cuales ningún dirigente político se atrevería a incorporar a su programa electoral. Y esta ausencia de universalidad de sus reivindicaciones, esta fragmentación y mezquindad de sus reclamos, es lo que les impide generar una identidad propia y constituirse como colectivo político perdurable, pese a la afirmación totalizante que la prensa de negocios no cesa de reiterar: la clase media es, casi ontológicamente, antikirchnerista. La prueba sería la magnitud del voto opositor en las grandes ciudades, Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe, principalmente. Y por supuesto, la estampa de los caceroleros, con sus atuendos, dicción y modales de una increíble homogeneidad, contribuye a esta impresión. Cabe interrogarse entonces acerca de si la inmensa mayoría de la militancia agrupada en la Cámpora y las decenas o centenas de agrupaciones juveniles cristinistas provienen de la clase obrera o, peor aún, del lumpenproletariado egresado del Nacional Buenos Aires. Habría que preguntarles a los intelectuales de planta de La Nación.
Hace poco tiempo, bajo la consigna “La clase media también con Cristina”, una aguerrida agrupación denominada PalermoK inauguró un local en la calle Nicaragua de ese barrio porteño, con reiteradas menciones de los oradores a la pertenencia clasemediera de todos los presentes, incluidos los osados vecinos que se asomaban a los balcones. La reunión dio lugar a innumerables chistes sobre esa doble incumbencia, una sociológica y política la otra. Ocurre que, en la tradición política popular y de izquierda, la clase media —la pequeña burguesía de la que se mofa Capusotto— ha sido siempre una zona social indecisa, habitada por un conglomerado heterogéneo, una masa fluctuante en la que, según las épocas y los contextos históricos, ha encontrado firme apoyo la reacción y el autoritarismo, como sucedió en Europa con el fascismo y, más recientemente, con los gobiernos neoliberales. En la Argentina, basta recordar el consenso que proveyeron amplios sectores medios a los golpes militares de 1930,1955 y 1976. En cambio, a su favor, se recuerda que la clase media —o por lo menos sectores cualitativamente significativos de ella— fueron parte relevante de las luchas populares desde los 60 en adelante, y aún antes, por ejemplo en 1918, cuando los estudiantes cordobeses encabezaron la Reforma Universitaria, una rebelión que acabó teniendo una dimensión latinoamericana y que fue la primera que reivindicó la “unidad obrero-estudiantil”, consigna que se generalizaría a partir del golpe de Onganía, en 1966, y que años después se materializó en las calles con el Cordobazo. Fue entonces cuando se borraron las fronteras políticas y culturales entre los trabajadores y los otros sectores populares —estudiantes, profesionales, intelectuales, pequeños comerciantes y agricultores— que convergieron en el movimiento de masas aplastado por la dictadura en 1976. Con sus matices particulares en cada país, el fenómeno fue la marca de esa década en todo el mundo.
Dejando a un lado el debate —que ya lleva más de un siglo— sobre qué es lo que define a la clase media, y más allá de las tablas que la clasifican según el ingreso y el consumo, resulta evidente que los comportamientos y actitudes de sus distintas fracciones remiten a subjetividades vinculadas a intereses, estilos de vida y, sobre todo, niveles de conciencia que derivan de su situación en la sociedad y su posición frente a las otras clases sociales. Eso las convierte en objeto permanente de disputa en la lucha por la hegemonía entre las coaliciones que sostienen los procesos populares en nuestros países y las fuerzas que los resisten. Se trata, sobre todo, de una disputa cultural e ideológica en la que confrontan, por un lado, la idea de que todo ascenso económico y social es fruto del esfuerzo individual, aún a costa del prójimo, tan cara al pensamiento liberal y que permite, en última instancia, culpabilizar a los pobres por su condición y rechazar toda propuesta redistributiva; y por el otro, una conciencia social que concibe a las categorías de nación y pueblo como una construcción solidaria y común, y que entiende el progreso social como el fruto de una empresa colectiva. Precisamente, de los sectores medios resurgió con potencia esta concepción a través de los organismos de derechos humanos y su lucha contra la impunidad, lo que los convirtió en actores decisivos de las transformaciones democráticas de los últimos años.
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