APORTES A LA DISCUSIÓN DE LA AGENDA DE GOBIERNO
Una seguridad genuina demanda más democracia e igualdad
Convocados por el espacio que agrupa a las fuerzas políticas y sociales que respaldan al proceso que encabeza Cristina Fernández de Kirchner, cerca de diez mil militantes, dirigentes y funcionarios participaron a fin de febrero de un encuentro sobre políticas públicas. El temario abordó propuestas sobre seguridad; educación, ciencia y tecnología; cultura, comunicación y ley de Medios; juventud, género e igualdad; gestiones locales; ambiente y desarrollo sustentable; obras públicas; tierra y hábitat; justicia y derechos humanos; producción, trabajo y economía solidaria, entre otros. Jorge Rivas y Guillermo F. Torremare, dirigentes de la Confederación Socialista, participaron con sendas intervenciones sobre seguridad democrática y democratización de la justicia, que se reproducen aquí.
Como una contribución al debate de las políticas públicas. Rivas expuso lineamientos para pensar una seguridad democrática.
Quiero agradecerles por esta oportunidad de reflexionar brevemente, junto a ustedes, sobre lo que es una de las mayores preocupaciones de nuestro pueblo, y también de nosotros como militantes políticos, que integramos ese pueblo. La problemática de la seguridad democrática es muy compleja, y no me parece conveniente caer en reduccionismos.
En las sociedades modernas, la política tiene entre sus misiones la de intervenir en los innumerables conflictos que las caracterizan, para tratar de eliminarlos o para apaciguar sus indeseables efectos. Uno de ellos, que las democracias de todo el mundo —principalmente en las grandes ciudades y sus alrededores— deben abordar seriamente si aspiran a perdurar y a profundizarse, es el de la inseguridad. Al respecto, si bien es verdad que los factores que la generan son múltiples, el alto grado de desigualdad es reconocido como central por la totalidad de los criminólogos.
Vale la pena subrayar que el concepto de desigualdad no se agota en la pobreza, aunque la incluya. Se trata más bien de la dualización de la sociedad. En otras palabras, de la cruel convivencia entre la ostentación de lo que unos tienen de sobra, y la más elemental necesidad que padecen otros. Si un muchacho está dispuesto a matar o a morir por cuatro pesos es porque no le importa nada, y si hay muchos jóvenes a quienes nada les importa, resulta del todo absurdo culparlos solo a ellos. Se puede estar seguros de que la sociedad no es inocente.
Entre los lugares comunes o simplificaciones que se predican diaria y superficialmente, figura el de que las autoridades no persiguen a quienes delinquen con suficiente dureza. Una dureza, vale aclarar, que muchos en realidad, desearían que fuera verdadera saña. Las estadísticas acerca de la población penitenciaria muestran una realidad muy distinta: ella crece nueve veces más rápido que la del conjunto del país. Los datos duros ponen también en evidencia quiénes son el objeto casi excluyente de la persecución penal: treinta de cada cien personas privadas de su libertad son analfabetas, y esa proporción llega a setenta en los institutos de menores. La sobrepoblación de las cárceles promueve la promiscuidad y el hacinamiento, lo que no contribuye con la resocialización de nadie. De algún modo, se verifica la afirmación de Alfredo Palacios, en el sentido de que “el código penal sólo se aplica a los pobres”.
A pesar de la morbosidad de los medios, que suele poner en primer plano la opinión visceral de las víctimas, lo que a ellas se les escucha decir no es que se deba reformar el código penal o imponer la pena de muerte o denunciar el Pacto de San José de Costa Rica. Lo que la mayoría desea es, sencillamente, vivir tranquila.
Lo desea, seguramente, con un dejo de nostalgia. Con nostalgia, porque añora la salida a la noche sin otra preocupación que el horario, que los chicos puedan jugar en la vereda, que se pueda mirar a los otros sin ver un sospechoso en cada uno, que los muchachos puedan volver a juntarse amigablemente en la esquina. Y para eso no sirve ensañarse con los presuntos culpables, ni aumentar las penas, ni endurecer la mano. Sólo sirven, por el contrario, las políticas preventivas: todo el mundo sabe que cuando llega el patrullero casi siempre es tarde, y el daño, irreparable.
No obstante, toda demanda de una sociedad que aspira a vivir mejor, debe interpretarse como una demanda democrática, y aspirar a vivir más seguros es querer vivir mejor. Por lo tanto, lo que demanda la enorme mayoría es fuertemente democrático. Lo que no es democrático es lo que hace un puñado de miserables e inescrupulosos —algunos de ellos seudodirigentes políticos— que se montan en el legítimo reclamo para desnaturalizarlo y convertirlo en autoritario y reaccionario.
Quienes repiten esas consignas, por ingenuidad o mala fe, parecen no reparar en que no hubo época de más terrible inseguridad para las vidas y los bienes de las personas que la de la última dictadura cívico militar. Esos años en que las bandas asesinas que integraban los grupos de tareas disfrutaban de total impunidad para entrar en las casas de la población civil, robar, secuestrar y matar a ciudadanos indefensos.
En ese sentido, la eliminación de las trabas legales para que los agentes del Terrorismo de Estado pudieran ser sometidos a juicio y sufrir la sanción penal que merecen es un formidable adelanto en materia de seguridad. La prisión de los represores ilegales, producto de la vigencia real del Estado de Derecho, sólo puede ser percibida como una victoria en la lucha contra el delito. Para tomar un emblema policial, la condena a prisión perpetua del comisario Luis Abelardo Patti no puede ser visto más que como un avance en la materia. Ese avance ha sido obra de una larga militancia popular, interpretada cabalmente por los gobiernos más hondamente democráticos de la historia contemporánea del país: los de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner.
También es un dato de la realidad que las políticas redistributivas que se pusieron en marcha desde 2003 en adelante han incidido positivamente en la reducción del delito, mucho más que las arbitrarias deformaciones del Código Penal que endurecen penas como método. La Presidente lo dijo alguna vez: “La seguridad no se logra con leyes terribles”. De hecho, no hay un solo ejemplo de éxito en esta tarea que se apoye sobre la famosa “mano dura”. Sí los hay de los que se apoyan en políticas de inclusión social.
Ahora bien, así como nadie bien intencionado puede dudar de que en buena parte la solución para la inseguridad se alcanza con integración social y con igualdad, la angustia es por el mientras tanto. Y la verdad es que el que puede lo más puede lo menos. Mientras avanzamos en la construcción de una sociedad justa, podemos empezar por hacer cumplir la ley, corregir falencias de las instituciones policiales para tornarlas más eficientes, urbanizar los grandes asentamientos. Un aspecto que no pued e dejar de mencionarse es la vinculación, rayana con la complicidad, entre algunos policías y algunos dirigentes políticos, por un lado, y por el otro, bandas de delincuentes que sin ella no podrían contar con la logística indispensable para cometer determinados delitos.
Por último, la seguridad genuina para el conjunto de la sociedad, estoy seguro de ello, no puede lograrse más que mediante el ejercicio pleno de la democracia, con absoluta garantía para los derechos individuales y con la exclusiva vigencia de la ley. Esa democracia, por supuesto, debe ser inclusiva, y debe fijarse como un objetivo irrenunciable la reversión de toda injusticia en la distribución de la riqueza. No tengo dudas de que ésa es la mejor política preventiva en materia de seguridad democrática.
Por Jorge Rivas
* Diputado nacional
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