LA TORTURA, UNA PRÁCTICA INSTITUCIONAL QUE CONTINÚA VIGENTE
Terminar con los tormentos
Pese a los avances legislativos que arrancan en 1813, la imposición de tormentos no ha sido erradicada y no hay antecedentes contundentes de condena. Organismos internacionales denuncian la preocupante actuación de la policía y el sistema penitenciario bonaerense.
Un comité de la ONU alertó sobre la escasa condena de responsables de tortura, algo que genera impunidad.
U2 Sierra Chica: CELS, visita 25/1/2009
a tortura es una práctica criminal que consiste en infligir dolor o causar daño físico o psicológico a una persona con el propósito de extraerle información, castigarla, degradarla, humillarla o agraviarla por cualquier razón. Por su naturaleza solo puede ser cometida por agentes del Estado o con la complicidad o encubrimiento de estos. Y ha sido empleada desde tiempo inmemorial como medio de prueba judicial y mecanismo de control social.
El proceso de abolición de la tortura como práctica legalizada comenzó con la Ilustración europea. Por entonces, el pensador italiano Cesare Beccaria planteó la necesidad de abolir la tortura y la pena de muerte, propuso la humanización de las prisiones y la rehabilitación de los condenados, e insistió en que el efecto disuasivo del castigo no depende de su severidad sino de su certeza.
En la Argentina, la primera legislación abolicionista correspondió a la Asamblea del Año XIII, que ordenó “la prohibición del detestable uso de los tormentos adoptados por una tirana legislación”, con escaso efecto en la práctica.
La abolición definitiva quedó consagrada en la Constitución nacional de 1853, cuyo artículo 18 expresa: “Quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormento y los azotes. Las cárceles de la nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ella, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que lo autorice”.
La versión original del Código Penal, que data de 1921, contempló el castigo de las severidades, vejaciones y apremios ilegales con penas de entre un mes y un año de prisión. Recién en 1958, fue introducida la represión de la tortura, castigada con entre tres y diez años de prisión. En 1984, esos plazos fueron llevados a entre ocho y veinticinco años e introdujo como delitos la omisión de denuncia y la negligencia en la debida vigilancia para evitar su comisión. Finalmente, la reforma constitucional de 1994 dio jerarquía constitucional a los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, entre ellos, los que condenan expresamente la tortura.
Los avances legislativos no impidieron su práctica. Como ha señalado Pilar Calveiro, la tortura adoptó una “modalidad sistemática e institucional para los prisioneros políticos y los llamados delincuentes comunes. La Sección Orden Político de la Policía Federal creada en 1931 y su continuadora, Coordinación Federal, son los antecedentes de los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio implantados por la dictadura en 1976.
“El problema de fondo de los derechos humanos no es hoy tanto el de justificarlos como el de protegerlos. Se trata no de una cuestión filosófica sino política”, ha dicho el jurista italiano Norberto Bobbio. En el caso de la tortura, involucra la aplicación práctica y efectiva de las normas jurídicas que la sancionan.
Aunque la Constitución y el Código Penal disponen de un satisfactorio sistema de tratamiento de ese delito, el Estado argentino no ha logrado criminalizarlo: es alarmante la ausencia de antecedentes condenatorios por imposición de torturas.
Hace dos años, un informe del Comité de Derechos Humanos de la ONU decía sobre la Argentina: “Se observa con preocupación la abundante información recibida relativa al uso frecuente de la tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes en las comisarías de policía y en los establecimientos penitenciarios, especialmente en provincias tales como Buenos Aires y Mendoza. Se observa igualmente que muy pocos casos denunciados son objeto de investigación y juicio y aún menos aquéllos que terminan en la condena de los responsables, lo que genera altos índices de impunidad”.
Y recomendaba adoptar “medidas inmediatas y eficaces” contra esas prácticas, investigar y enjuiciar a los responsables, así como reparar a las víctimas, entre otras iniciativas, como la “formación en derechos humanos de las fuerzas del orden”. En abril pasado, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó una medida cautelar para proteger la vida de los internos de las unidades penitenciarias 46, 47 y 48 de San Martín, ante la persistencia de una situación de violencia extrema, hacinamiento, malos tratos, torturas y privaciones estructurales de derechos de los detenidos. Pidió también una agenda concreta dirigida a disminuir los niveles de violencia y prevenir violaciones de derechos humanos en las cárceles bonaerenses, y requirió una intervención política decidida hacia una reforma profunda del Servicio Penitenciario provincial, casi lo mismo que la Corte Suprema de Justicia de la Nación le había ordenado siete años atrás al gobernador Felipe Solá sin que éste se diera por aludido.
Guillermo F. Torremare
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