CLAVES DEL TRIUNFO DE RAFAEL CORREA EN ECUADOR

Otro avance de la revolución posible

La consolidación del movimiento Alianza PAÍS expresa un rechazo al pasado, pero sobre todo una convalidación de los cambios en marcha. Y, como en el resto de la región, interroga a la izquierda sobre sus apuestas políticas.

Otro avance de la revolución posible
El proceso ecuatoriano libra una disputa con la partidocracia, la burguesía y la prensa corrupta, define Correa.

Foto: Télam

Rafael Correa acaba de consagrarse, por tercera vez consecutiva, presidente del Ecuador. Nunca antes un presidente había logrado mantenerse tanto tiempo en el ejercicio del poder por voluntad y voto ciudadano. El crecimiento de más de 10 por ciento respecto de la anterior elección demuestra la consolidación de Alianza PAÍS en un sistema político que en los ’90 era el más inestable de la región. Ecuador cambió. Basta hablar con la gente en la calle para percibirlo o revisar los principales indicadores macroeconómicos para constatar resultados positivos, compartidos con otros países latinoamericanos. Y en ese proceso pueden identificarse algunas tendencias que adquieren sentido para pensar las relaciones de los movimientos nacionales y populares con otras fuerzas políticas y con los pueblos. Por eso, conviene ensayar una lectura en clave regional.

Es cierto que la derecha encuadrada detrás de Guillermo Lasso, algo así como un Cavallo ecuatoriano, no hizo una mala elección. Pero se está hablando de 23% de los votos, festejado por las mismas fuerzas que hace menos de 10 años ostentaban una hegemonía absoluta, que utilizaron para imponer un orden social, político y económico caracterizado por la exclusión y el empobrecimiento de los sectores populares, la reducción del Estado a dimensiones mínimas y el control extranjero, especialmente por parte de algunos organismos internacionales, sobre las decisiones que afectaban directamente la soberanía nacional.

Frente a eso, el slogan de campaña “Prohibido olvidar” ha sonado con fuerza. El apoyo mayoritario cosechado por Correa debe leerse en esta doble clave: como apoyo frente a los cambios que han iniciado la transformación y como rechazo de aquello que quiere volver al anterior orden de cosas. Y esto representa el desafío, muy bien entendido por el gobierno, de combatir cualquier atisbo de corrupción y promover cambios estructurales, irreversibles, que sirvan asimismo para consolidar pensamiento crítico y capacidad de gestión y organización en los movimientos populares.

La masividad del apoyo popular al proyecto representado por Correa — que se repitió en los casos de otros mandatarios de la región— no es producto sólo de la “crisis de oposición” que se vive en varios de esos países, sino también de la capacidad demostrada por estos gobiernos para resolver algunos de los problemas profundizados por el neoliberalismo. Mediante la recuperación de la política como herramienta de transformación y del Estado como instrumento al servicio de las mayorías, se inició una disputa con los “poderes fácticos”, encarnados en Ecuador, en palabras de Correa, por la partidocracia, la burguesía y la prensa corrupta.

Este proceso marca hoy en la región el camino de la revolución posible: la disputa de poder, a través del ejercicio democrático, con las corporaciones y sus intereses. Y ésta debe ser la principal tarea para la izquierda: integrarse a estos movimientos aportando a la radicalización de sus agendas, facilitando la interlocución con los sectores que históricamente ha representado y alentando la construcción de poder popular.

La experiencia ecuatoriana es clara al respecto, como sucede también en el caso argentino: no hay vida para la izquierda fuera de los movimientos que están encarnando las transformaciones de la época.

En este sentido, la izquierda tradicional debe continuar interrogándose acerca de su rol en estos procesos, de su aporte específico y de las coincidencias programáticas que puede encontrar con gobiernos que plantean también la superación del Estado burgués y que, en el caso del Movimiento PAIS pretenden avanzar hacia una sociedad radicalmente justa y participativa; hacia un estado plurinacional, intercultural, democrático y laico; y hacia una nueva matriz productiva que supere la dependencia primario-exportadora, reconozca la supremacía del trabajo sobre el capital y sea respetuosa de los derechos ambientales.

Que la derecha haya postulado como candidatos a banqueros, coroneles, pastores y dueños de bananeras para esgrimir los mismos postulados que llevaron a la debacle de la región sólo puede entenderse como síntoma de su desconexión ideológica de la realidad y su incapacidad para reformular una propuesta coherente de cara a la ciudadanía. Esta es una oportunidad para que sectores de izquierda eleven la apuesta, profundicen los cambios y radicalicen las agendas legislativas para hacer irreversibles los cambios.

¿Cuánto durará esta oportunidad? En parte, dependerá de cuánto tarde la derecha en reconstituir una propuesta programática que pase de la oposición obcecada y caprichosa a presentar una alternativa creíble. ¿Por qué la derecha no ha acometido aún esta tarea? En primer lugar, por la ausencia de una tradición de pensamiento crítico. Segundo, por la persistencia de una tradición antidemocrática, que la ha llevado a priorizar otros medios para expresar su rechazo a los gobiernos populares. Tercero, por su incapacidad para aceptar dos hechos fundamentales: que América latina no vive una época de cambios, sino un cambio de época, como definió el propio Correa; y que una parte sustancial de ese cambio está dado por el intento de superar el modelo liberal con otro alternativo, recogido en Ecuador por la Constitución de Montecristi, bajo el auspicio del Sumak Kawsay o Buen Vivir.

Durante la campaña, el compañero de fórmula de Lasso, Juan Carlos Solines, hablaba de “descorreizar” la sociedad. Según sus declaraciones, eso significaba básicamente proteger a las instituciones democráticas del asedio del partido de gobierno, preservar la división de poderes y retirar al Estado de su intervención en la economía y en la esfera social. Para este discurso, que sigue siendo hegemónico para la derecha, la democracia es siempre y ante todo democracia liberal representativa. Superando y enriqueciendo esa perspectiva, las experiencias nacional-populares de la región han venido trabajando en la expansión del sentido de la democracia, mediante formas de participación más directa y una reformulación de las relaciones entre los poderes.

La derecha presenta esos cuestionamientos como producto del afán poco democrático que anidaría en el Socialismo del Siglo XXI y otros movimientos nacionales y populares de la región. Todo lo contrario. Una democracia que exceda lo procedimental, que incorpore elementos de valor de las tradiciones ancestrales de nuestros pueblos, reconociendo su diversidad, y que sirva para transformar las condiciones de vida de las mayorías es sin duda una mejor democracia, capaz de garantizar no sólo los derechos políticos, sino también de los derechos sociales, económicos y colectivos.

Paula Orsini


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