CRÓNICA DE UN DÍA DIFÍCIL

Lo que mata no es la inseguridad

Una joven, un arrebato, una comisaría, una ambulancia. Un retrato de maltratos, burocracias, soledades, desamparos, pero también de solidaridades y amistad.

Lo que mata no es la inseguridad
“A ver si se calman y pasan acá. A mí no me gustan las histéricas....”, dice el oficial a la damnificada, que espera hace más de una hora.

 

Por Analía Fernández Fuks *

Al cielo le quedan aún algunos resquicios celestes, unas nubes chicas muy blancas. El resto, es gris oscuro. Todos los informativos anuncian lo mismo: treinta y dos grados y una tormenta inevitable que se avecina lenta pero ferozmente. Son las cuatro y cuarto de la tarde, camino envuelta en un viento caliente por la calle Cochabamba en el barrio de Boedo. Acabo de bajarme del auto y estoy por marcar el número de un amigo que acaba de volver de Colombia cuando siento un leve tirón de la cartera, por la espalda. Es un segundo, no entiendo lo que está pasando, quizás porque nunca me habían robado. Después veo la moto, el tipo que sigue tirando de la correa de mi cartera negra, yo no llego a preguntarme por qué me resisto tanto a que me la afane. O es simplemente que la llevo cruzada, y el tipo intenta sacármela justo del lado por el que no puede salir. O no, quizás mi cuerpo reacciona por instinto y no la suelta. Entonces, el tipo de campera de jean y casco acelera un poco más la moto. Y entonces lo que tira ya no es únicamente mi cartera, sino que con la cartera me tira a mí. Me arrastra, cinco, seis, siete metros, hasta que me la logra sacar.

Me levanto, lo corro hasta la esquina de Treinta y Tres Orientales, lo puteo.

—Pará flaca, estás sangrando. Se te ve una teta... ¿Qué te pasó? —La que me pregunta eso es una piba de unos veinticinco años, que no vio nada y que me ofrece ir con ella hasta su casa que está a unas cuadras para darme un vaso de agua. Me miro. Tengo un agujero rojo en la rodilla y sangre por toda la pantorrilla. Recién ahí siento un poco de dolor. Me miro, de nuevo. Es cierto: me rompió el vestido. Se me ve una teta.

—¿Querés algo? ¿Que te preste un teléfono? —desde el primer piso de un edificio de la vereda de enfrente me grita otra vecina, una treintañera, que se asoma al balcón con su marido y su hijito —qué hijo de puta, lo siento mucho si necesitás algo pasá.

Desde donde estoy, le muestro el celular, que en mi caída, se había salvado. Igual si me lo pedían, se lo hubiera dado con cariño y sin nada de melancolía. Se apaga cinco veces al día, hubiese tenido la delicadeza de avisarle. Les agradezco a las dos vecinas. Tengo una cita con una inmobiliaria para ver un PH justo a la vuelta de donde me robaron. Quiero llegar al menos para decirle que paso otro día. Mientras camino la cuadra que me separa de la avenida San Juan me doy cuenta que así no puedo presentarme ante nadie. Me agarro el bretel descosido del vestido con la mano. Más tarde una amiga que cree en astros y energías diversas me dirá: “ Esa no era tu casa”. No lo sabré porque jamás llegué a verla. Y claro, no pienso ir.

Resulta que en la esquina de San Juan hay un policía de la Federal. A cien metros de donde yo grité con mi voz aguda, de donde me arrastraron por la vereda, hay un cana que mira su celular y se ríe con otro vecino.

—Che, mientras vos te divertís, me acaban de afanar —le digo sin saber muy bien porqué. Y el vecino, en ese momento, se va. El cana pone su cara de serio. No sé por qué le digo lo que le digo. Quizás porque me fastidia su imagen jocosa contrastando con el robo que yo acababa de vivir tan cerca suyo. Tal vez porque la Policía no puede caerme bien aunque haga todos mis esfuerzos.

Y no es que no haya hecho intentos: acepté el año pasado ser parte del equipo docente que incorporó el Instituto de la Policía Federal Argentina, a través del Ministerio de Defensa, para llevar a cabo cambios sustanciales en la formación de las fuerzas de seguridad. Pero no pude. Fue duro, fue demasiado duro. Me fui antes de terminar el año.

—¿Te llamo al SAME? ¿Te acompaño a hacer la denuncia? —me pregunta el oficial, luchando, a lo mejor, contra la culpa de una función que no cumplió antes.

A los pocos minutos, mientras yo le avisaba a una amiga lo que me había pasado, y dudaba entre si ir o no a la comisaría, un móvil policial pasó a buscarme para llevarme a la décima —en Muñiz al 1200 —bajo la autopista. Me ubico ente unas cajas de cartón que llevaban en el asiento trasero y empecé a llorar. La pierna me duele. Me incomoda estar en un patrullero. Pero el desahogo no dura mucho, el policía que está en el asiento del acompañante empieza con su interrogatorio de rutina: nombre, apellido, edad, cómo era la moto. No sé, señor, no sé, no llegué a verla bien. Negra. Ni tan grande ni tan chica. No era una 110, seguro. Ni una Beta ni una Zanella. Son las únicas que conozco y sólo lo digo por decir algo, porque en realidad no tengo la menor idea. Cuál era la patente. No la vi. De qué color. Negra quizás. Cómo era el ladrón. No sé. Fue rápido, me tiró al piso. No vi mucho. Ay, perdón, me arde la pierna. Tenía casco y campera de jean. Y qué le dijo, le gritó. Nada todo fue en silencio. Sólo me empujó. Cómo era la cara. Pero... le dije antes ya que tenía casco. Y ahora no sé si estoy inventando algo. Eso no se lo digo al policía. La verdad es que me importa un carajo que agarren o no al tipo de la moto. Si quiero algo es que se me vaya este dolor de mierda, este ardor de carne viva y en lo posible, estar rápido en casa.


***

Lo que mata no es la inseguridad. No es el dolor de la pierna, el pedazo de muslo sin piel, el agujero rojo furioso en la rodilla, el hilo de sangre cayendo hasta el tobillo, la plata y los documentos perdidos, el vestido roto, la teta al aire. Lo que mata es el maltrato institucional.

—Tienen para un rato largo. ¿Igual quieren hacer la denuncia? —pregunta uno de los muchachos más jóvenes de la comisaría vestido con una bata blanca, sobre su traje azul. Eliana está sentada a mi lado, llegó sólo unos cinco minutos después de que el móvil policial me dejara y me avisara que el SAME estaba por llegar. Entre que ellos me afirmaron eso y la ambulancia efectivamente llegó pasó una hora. Exactamente una hora. Ni más ni menos. Una hora de pasarla mal. Eliana le dice que claro, qué cómo no vamos a hacer la denuncia. Que esperamos.

Yo me iría. A la mierda. Al hospital. A tirarme en mi cama. A cualquier lugar donde la pierna no me duela tanto. Los oficiales administrativos hacen pasar a todos los hombres que esperan cambiar su domicilio. Después a los que están, también, para denunciar algún robo.

Pido un algodón. Tengo que limpiarme la herida y el SAME no llega.

—Una gasa es lo mismo, no? Acá tenés esto —uno de los tantos agentes que circulan por la oficina me acerca un envase de plástico con un líquido naranja que intuyo la droga del pervinox. Me lo pongo. Grito. Puteo. No me la banco y qué.

Mientras esperamos, doy de baja las tarjetas, hablo con mi hermana para cambiar la combinación de la cerradura de casa y consulto con el cerrajero precios sobre una nueva llave para mi auto. Mientras, Eliana, atiende a mi familia y amigos que ya están enterados.

—¿Arreglaste lo del auto ya? ¿Para qué hora lo vas a tener listo? Porque dejé a un muchacho encargado de que te lo mire pero viste no lo quiero tener mucho tiempo ahí... —dice uno de los agentes que me había acercado hasta la comisaría con el móvil.

El Twingo verde había quedado en Cochabamba.

—Si tiene algo mejor que hacer mandalo a otra parte, no sé, estoy acá todavía. Con la pierna así, sin la ambulancia y sin que me atiendan. Mucho más no puedo hacer.

—Es que tenemos mucho trabajo...

—Se, imagino.

***

Eliana tiene un presentimiento: no llamaron a la ambulancia. Ya pasó media hora, me dice, es mucho. Se lo pregunta a uno de los polis que está desocupado detrás del escritorio. El cana le dice que sí. Cómo puede ser que no llegue, se queja mi amiga. Voy a llamar yo, dice y marca el 107; ella que sabe, que piensa que el mundo es nuestro, claro, por prepotencia de trabajo. Efectivamente el SAME no registra llamadas desde la comisaría décima. Se enoja. Yo también. Sólo que no tengo fuerzas. Ya no queda casi nadie esperando. Salvo un tipo que llegó después que nosotras y al que hacen pasar antes.

—¿Por qué tardan tanto en tomar las denuncias? —el metro cincuenta de Eliana parece medir más de uno ochenta, porque cuando la petisa se encabrona, su cuerpo crece y su voz se le pone áspera, más áspera de lo normal y nadie diría que durante el año, desde hace diez, es maestra en un jardín.

—Tenemos sólo un sargento que puede recibir estos casos —contesta uno, el más joven de todos los canas, el más simpático, el único que intenta tener un trato cordial —pero esperen que ya les toca.

Antes de que el sargento nos tome la denuncia, llega el SAME. un médico y un auxiliar que buscan en la sala a la persona que deben trasladar. Levanto la mano, digo “yo soy”. El doctor, un tipo de unos cincuenta años, pelado y con anteojos me mira la pierna, sin acercarse demasiado.

—¿Por esa lastimadura pediste una ambulancia? —pregunta en un tono un poco más sarcástico de lo que yo espero

Me dejó en off side. No sé qué contestar. Me imaginaba un médico buena onda, uno que se preocupara quizás, al menos, un poco, por mi golpe.

—Ehhh lo pedí porque me lo ofreció un oficial —titubeo —porque me robaron en la calle y supongo que es a ustedes a quienes tengo que recurrir si me golpean en la vía pública y no sé bien qué tengo además —Ya empiezo a tomar un poco más de fuerza porque mientras hablo me doy cuenta que le estoy explicando a un médico por qué carajo lo llamé, mientras la pierna no deja de sangrarme.

—Bueno te vamos a llevar al hospital pero apurate que somos de alta complejidad y no estamos para estas cosas —acota el camillero, vestido con remera verde, que desde atrás del médico escuchaba con los brazos en posición de jarra.

El intercambio de palabras con el doctor sube un tono. O dos.

—Esperá por favor que hago la denuncia y me llevás porque hace más de una hora estoy acá, no me puedo ir así nomás —le digo.

—Te digo que no tenemos tiempo que perder

—No es mi culpa que hayan mandado una ambulancia de alta complejidad, yo no dije que me estaba muriendo ni mucho menos, de acá me voy con la denuncia hecha. Hace cincuenta minutos que estoy en el mismo lugar.

—Entonces firmá acá que te negás al traslado.

Garabateo, con el pulso atolondrado, acelerado, nervioso por el robo, por el dolor, por la molestia, una nota que dice que no quiero ir al hospital hasta hacer la denuncia. Firmo. Mi firma no se parece a mi firma.

Mientras el médico y yo manteníamos esta conversación, el camillero y mi amiga mantenían un intercambio no verbal. Mientras escribo mi negativa, escucho:

—¿Por qué tenés esa actitud tan sobradora? —le pregunta ella. Miro la cara del hombre alto, desgarbado, algo robusto. Tiene una expresión de fastidio, la pose de “no me rompan las pelotas”.

—Histéricas

—Sos un machista. No podés decir eso, no tenés derecho a hablarnos así. ¿Te creés que podés maltratarnos porque en esta situación, en este contexto vos tenés más poder que nosotras?

Para ese entonces, ya nos rodeaban los dos tipos del SAME y diez oficiales más. Nosotras seguíamos en las sillas donde nos habíamos sentado hacía una hora.

—Es la democracia... —respondió el auxiliar del médico y levantó los hombros como signo de “qué le vamos a hacer” y miró a sus compañeros que sonrieron.

***

Son las diecisiete veinticinco. Lo dice el acta que luego tuve que firmar. Estamos, Eliana y yo en el despacho del sargento de servicio. No nos atendió el oficial encargado de tomar las denuncias. Después de que el SAME se fue, este tipo que ahora me pregunta cómo era la moto y cómo era el arrebatador —así dijo— salió gritando de su oficina del fondo.

—A ver si se calman y pasan acá. A mí no me gustan las histéricas....

Otra vez la misma cantinela. Esta vez soy yo la que salta ante el maltrato. Estoy harta y pienso que Eliana después de tanto gritar, va a llorar en cualquier momento.

—¿Histérica? ¿Así le hablás a una mujer a la que le acaban de afanar, a la que la acaban de arrastrar por la vereda, a una mujer que espera hace una hora que le tomen la denuncia y que esperó cincuenta minutos una ambulancia que ustedes nunca llamaron?

Los muchachos de la décima parece que no saben muy bien qué hacer cuando una piba, una mina, una mujer se les planta. El sargento tampoco. Entonces, grita.

—Que te atienda mi compañero.

—No, me atendés vos, porque me hiciste pasar hasta acá. Quiero hacer la denuncia e irme a la mierda. Hace una hora…

—Yo también quiero irme hace una hora...

—Es tu laburo. Yo no vengo acá y cobro. Ni vengo acá porque me divierte.

—Nombre, apellido. Edad. A qué hora fue, en qué calle, cómo era la moto, cómo era el hombre…

***

A las seis de la tarde salimos de Muñiz 1250 con las dos actas de denuncia en la mano. Caminamos en dirección a la casa de Eliana, para poder al fin lavarme la herida, coserme el vestido.

—Sigue vigente ese cantito que decía federal, federal la vergüenza nacional...? —pregunto al aire

—...el primer cambio que vamos a hacer es que desaparezca la policía, las fuerzas de seguridad, pensadas de esta manera...

Bajo el cielo, ahora sí, completamente gris oscuro del barrio de Boedo, mi amiga se aventura a pensar en la revolución.

Pasamos por Cochabamba. Quiero ver mi auto. Eliana quiere ver si el tipo tiró mis documentos.

Vamos de Treinta y Tres orientales hacia Quintino Bocayuva. En la esquina, a lo lejos, vemos a dos canas. El oficial los había dejado a cargo de mi auto. Están lejos, están charlando, cagándose de risa.

Es el mismo tipo que se cagaba de risa con el vecino cuando me afanaron.

—¿Le decimos algo?

Eliana tiene ganas de agitarla. Está enojada. Pero yo no puedo más. Quiero llegar a algún lugar y estirar mi pierna. Tal vez, dormir. Cuando el agente se acerca a preguntarme si estoy bien, le pedimos que mire el auto y que si encuentra los documentos nos avise, por favor. Eliana, en el fondo, tampoco puede más, me dice después. Me reprimí las ganas de llorar, confiesa.

Seguimos caminando rumbo a Castro Barros. Eliana se frena en una verdulería de la avenida San Juan.

—Una sandía nos va a venir bien —dice.

Y yo pienso: menos mal que vive cerca. Menos mal que la petisa es mi amiga.

 

* Periodista. Escritora. Productora audiovisual.

 

Fuente
Publicado originalmente en el blog ejercicio cotidiano.


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