1983-2013
La democracia, espacio de disputa entre el viejo orden y los nuevos tiempos
Treinta años después, la democracia que pudimos conseguir sigue estando sometida al acoso de quienes se consideran apartados del goce de privilegios que creyeron eternos. El desafío es entonces alcanzar grados crecientes de equidad e igualdad social y fortalecer el proceso de empoderamiento de los sectores sociales históricamente desplazados.
Publicado en la edición 34 de Voces en el Fénix, de diciembre de 2013
Por Oscar R. González
Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional
"Para ningún sector social es tan necesaria, tan vital la democracia como para los trabajadores, y ningún sector está tan comprometido con ella y es tan consecuente en esa lucha como nosotros”. Esto lo decía Agustín Tosco hace 40 años, cuando desde la CGT de Córdoba encabezaba la resistencia obrera y popular a la dictadura del general Alejandro Lanusse. El líder sindical era consciente de que, sin el protagonismo de la clase trabajadora y una denodada tenacidad cívica, no sería posible la reconquista de la democracia para todo el pueblo.
Hoy, a tres décadas del inicio del proceso de apertura política y revalorización democrática, vigencia ininterrumpida del Estado de Derecho y de las libertades constitucionales, aquella frase mantiene su valor en la medida en que la construcción de la democracia es una tarea incesante que se despliega entre dos tendencias antagónicas. De un lado, las aspiraciones democráticas populares, ya sea que se expresen de manera espontánea o con diversos grados de organicidad y, por el otro, los intereses y fuerzas que pugnan por limitarlas y someterlas a modelos que, usualmente entonando retóricas “republicanas”, implican el despojo o el cercenamiento de derechos políticos y sociales. Es que el concepto de república ha sido objeto de apropiación incluso por las dictaduras militares: basta releer los discursos de Jorge Rafael Videla y los editoriales de Clarín y La Nación en 1976 justificando las peores aberraciones en su nombre.
“El sueño de la razón produce monstruos”, bautizó Goya a uno de sus aguafuertes y abrió un mundo de interpretaciones sobre esa frase, entre las que predomina el sentido positivista del sueño como territorio que la razón no alcanza. Privados de su control, quedamos librados a las pulsiones de una naturaleza salvaje que reaparece a la menor fisura en la autodisciplina de la razón. Desde Domingo Faustino Sarmiento y su Civilización y barbarie, esa dicotomía ha impregnado de diversas maneras la interpretación histórica de la Argentina, reencarnada en diversos opuestos según la coyuntura y el punto de vista —la ideología— de quien la analiza. Pero su sustrato ha sido siempre la antinomia entre el orden liberal republicano y el desorden de las masas insumisas, de los desposeídos que pugnan por ingresar a un universo de bienes simbólicos y materiales que les son escamoteados en nombre del progreso y de las instituciones de la Nación. De hecho, Civilización y barbarie fue la versión sarmientina del Orden y progreso nacido de Augusto Comte en los albores del positivismo y que, convertido luego en lema de la bandera brasileña, sirvió para justificar atrocidades en muchas de las naciones de nuestra América.
Entre nosotros, el desarrollismo frondizista de fines de los ’50 creó su propio lema, Estabilidad y desarrollo, con el mismo sentido disciplinador con que fundamentaría el Plan Conintes para reprimir con las fuerzas armadas las huelgas obreras, movilizar militarmente a los trabajadores del transporte, encarcelar a los dirigentes gremiales y someterlos a la jurisdicción de los tribunales castrenses. Nada de eso obsta para que figuras de la política y columnistas de grandes diarios reivindiquen hoy a Frondizi llamándolo “gran estadista”.
En su campaña presidencial de 1983, Raúl Alfonsín recitó con unción el Preámbulo de la Constitución y lo acompañó con la célebre consigna “Con la democracia se come, con la democracia se educa, con la democracia se cura”. Una sociedad esperanzada quiso creer en esas plegarias. Pero la sucesión de ofensivas, confrontaciones y repliegues que vinieron después mostró los dramáticos límites que suelen imponérsele a la democracia, no como sistema formal, sino en su encarnación concreta y cotidiana, que es donde los hombres y mujeres se realizan socialmente. Alfonsín constataría que la práctica política se desenvuelve siempre en un campo de fuerzas atravesado por la tensión entre lo común y público, lo que nos pertenece o debiera pertenecernos a todos —la salud, la educación, la naturaleza y el ambiente, la cultura, el bienestar en todas su formas—, y su privatización.
Víctima de esa puja, el presidente que ilusionó a millones terminó pidiendo desalojar la plaza pública porque “la casa está en orden” y acabó emigrando anticipadamente del gobierno. En los años ’80, el cese de las dictaduras en varios de nuestros países nos encontró empobrecidos y endeudados, y el retorno a la institucionalidad democrática fue un proceso difícil que mostró que la sola vigencia del sufragio universal y el funcionamiento de los tres poderes, en tanto reestructuración de la democracia liberal, no bastan para alimentar, educar y curar. Incluso la incorporación a nuestra Carta Fundamental de ciertos mecanismos de mayor participación ciudadana, del estilo de los inoculados por los constituyentes de 1994, como el referéndum, la consulta popular y el senador por la minoría, no modificaron la dinámica política ni limitaron la impronta neoliberal privatista de las políticas públicas del período de la transición, esa etapa que se clausura recién una década después, hacia 2003, al recuperar el Estado mayor autonomía y adquirir la acción política otra centralidad.
Durante la década menemista —y su continuación por otros medios, la gestión de la Alianza—, fue ostensible la subordinación estatal a poderes fácticos situados fuera de los limites institucionales y, con frecuencia, más allá de las fronteras nacionales. En esa etapa, la persistencia en la aplicación del drástico programa de reorganización económica que ya había impuesto la dictadura hizo que la Argentina se convirtiera en banco de pruebas de las recomendaciones del Consenso de Washington. En la misma medida, la política ingresó en su etapa más opaca desde la recuperación de la democracia. Y no casualmente resultó desplazada por la emergencia de movimientos sociales que no sólo cuestionaban el sometimiento de la política a los imperativos del mercado, sino que combatían desde los márgenes las consecuencias del neoliberalismo.
En el largo período que va desde la caída de la dictadura cívico-militar hasta la gestión de Duhalde, recobraría una y otra vez toda su dimensión trágica aquella pregunta sobre cuánta miseria soporta la democracia. Es decir, si es posible sostener la gobernabilidad democrática en condiciones sociales extremas. Ya en los ’80, la militancia popular y de izquierda enunciaba una categoría que enojaba a la intelectualidad de perfil progresista que asesoraba al gobierno: la democracia condicionada, en alusión al cerco que los grupos de poder y de presión le habían puesto a la formalmente recobrada institucionalidad, en contrapunto con las movilizaciones por los derechos sociales, por el mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo y por el fin de la impunidad de los genocidas.
Pero, ¿acaso la democracia no está siempre condicionada por las fuerzas que consideran que es o puede ser peligrosa y excesiva, en la medida en que amenaza privilegios y cristalizaciones clasistas? De hecho, cuando Néstor Kirchner ganó las elecciones en 2003, en los corrillos políticos y periodísticos la pregunta despiadada era cuánto tiempo podría resistir el nuevo presidente las presiones desatadas para que la Argentina reasumiera los compromisos con los acreedores externos y —cuando todavía estaba fresca la sangre de los caídos en diciembre de 2001 con De la Rúa y en junio de 2002 con Duhalde— para que enfrentara a balazos a los pobres que se alzaban en los suburbios, a los que el establishment financiero, los conglomerados de prensa y buena parte de la clase política consideraban un obstáculo insalvable para la gobernabilidad.
Sólo una visión política como la de Kirchner pudo concebir la cuestión de la gobernabilidad como una apuesta al límite y dar vuelta como un guante el planteamiento del conflicto: la clave ya no radicaba en la desmovilización popular como fuere y por cualquier medio —como se había intentado con la masacre de Avellaneda, crimen que Clarín anunció en tapa como un resultado de “la crisis”— sino en darle centralidad a una propuesta política que respondiera a las necesidades más elementales y urgentes de millones de argentinos. Era el camino más difícil, como editorializó, amenazante, el subdirector de La Nación, José Claudio Escribano, quien el 15 de mayo de 2003 escribió que “la Argentina ha resuelto darse gobierno por un año”, frase que atribuyó a “las fuentes consultadas en los Estados Unidos”. Pero la de Kirchner era una opción signada por esa estética del peligro que el flamante presidente rescataba de su propia historia militante y que no abandonaría en todos los años que le quedaban de vida.
En el libro Commonwealth, Michael Hardt y Toni Negri afirman que el republicanismo moderno “está basado en la regla de la propiedad y la inviolabilidad de los derechos de propiedad privados, que excluye o subordina a aquellos sin propiedad”. Así, la democracia de la multitud aparece como una amenaza objetiva, ya que podría desplegar las potencialidades del proyecto revolucionario de una “política de libertad, igualdad y democracia de la multitud”, es decir, un republicanismo que no se funda en la propiedad sino en el libre acceso de todos a los bienes comunes. Las recientes batallas por la democratización de la Justicia y por el derecho a la comunicación en nuestro país dan cuenta fehaciente de ello. Por eso, en su libro El odio a la democracia, Jacques Rancière habla de un “exceso constitutivo de la política” que resulta inquietante para las corporaciones de todo tipo. Es decir que habría un desborde innato de la democracia, pues si en esta no hay política, sino una simple “lógica policial del Estado para distribuir las jerarquías y los espacios sociales”, la democracia se despolitiza y ello es siempre un escándalo, ya que lo que propone es que puede gobernar cualquiera.
Por eso, ya sea de manera inocente o maliciosa, república y democracia han sido términos asimilables que la derecha y el liberalismo en general han intercambiado siempre según cómo les acomodara a sus discursos de ocasión. En la lengua liberal, sistema democrático y sistema republicano son, pues, lo mismo, y con ello se pretende incrustar la creencia de que la vigencia del sistema republicano de gobierno es de por sí suficiente para garantizar la democracia, independientemente de los grados de equidad e igualdad socialmente logrados.
Pero sucede que la opción por la democracia es, ante todo, una opción de riesgo, ya que su presupuesto es la lucha social y sus niveles de desarrollo, esto es de libertad y de viabilidad del ejercicio de derechos, que sólo es garantizada enteramente por la potencia del movimiento popular y la construcción de tramas sociales, económicas, políticas y culturales para sostenerlos en el tiempo.
Hoy, cuando las recientes elecciones parlamentarias disparan el coro de ambiciones presidenciales, algunos de los aspirantes que claman su republicanismo proponen un orden basado en el congelamiento de las demandas múltiples y variadas de los diversos sectores de la sociedad. Es un discurso que se pliega sin contradicciones a los temores de las derechas, expresados por los grandes medios, a las que les resulta intolerable la insolencia plebeya de una sociedad resultante de diez años de transformaciones en los que hubo dos cambios fundamentales: en primer lugar, la vertebración de un régimen social de acumulación y distribución de bienes y servicios que potenció a las clases y sectores populares dotándolas de un peso económico, social y político que había perdido desde el comienzo de la dictadura y, en segundo lugar, pero con igual importancia, el despliegue de un formidable proceso de ampliación de derechos personales y colectivos que le otorgaron a la democracia un inquietante sesgo popular, aun sin expandirse a través de mayores experiencias de participación directa.
Así, treinta años después, la democracia que pudimos conseguir sigue estando sometida al acoso de quienes por distintos motivos se consideran apartados del goce de privilegios que creyeron eternos. Son los que critican por populista un proyecto de país que propicia redistribuir el ingreso y es sensible a las demandas de los diversos colectivos ciudadanos. Son ellos también quienes reniegan de toda correspondencia entre los nuevos modos de acumulación social y el régimen político de gobierno. Allí radica su resistencia a cualquier iniciativa de reformulación institucional que torne más participativa esta democracia que hoy por hoy, con todo lo que se ha avanzado, sigue constituyendo un espacio de disputa.
El desafío de nuestros días no es sólo preservar las conquistas sociales y derechos individuales logrados sino también el momento de consolidarlos, acentuando el proceso de empoderamiento de los sectores sociales históricamente desplazados. Para ello, resultaría oportuno abordar el debate sobre un nuevo marco institucional para un país que cambia: reflexionar sobre el sistema de gobierno adoptado en el siglo XIX y su matriz presidencialista para enriquecer su representatividad y consolidar la gobernabilidad democrática; reformular el concepto de propiedad, tanto privada como pública, para que los bienes esenciales no sean capturados corporativa o localmente; normativizar la vigencia universal de un ingreso ciudadano básico y establecer los mecanismos tributarios que garanticen una equitativa distribución del producto social.
Esos son algunos de los dilemas que debemos resolver para que el balance de tres décadas de reconquista de la institucionalidad democrática no se limite a consignar el ejercicio de un rito electoral que se cumple cada dos años, sino que trascienda hacia una perspectiva más amplia: aquella que podríamos enunciar recordando la identificación de la democracia con ese “régimen de la libertad basado en la igualdad de clases” de la que hablaba Esteban Echeverría hace un siglo y medio.
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